viernes, 11 de julio de 2008

Un cuento para empezar...

Azul verde

Abrí serenamente mis ojos sabiendo que algo estaba mal. El silencio me lo confirmó. Desde el horizonte desnudo, el sol salía, pero él ya no estaba…

El capitán caminó como todos los días hasta el final del muelle, sus pasos resonaban sobre la antigua madera reseca por los años. Se detuvo casi al borde y esperó. El viento le despeinaba suavemente la rala cabellera canosa con sus manos tristes de sal.
Ahí estaba la inmensidad, eternamente a sus pies.
Aún no había vuelto…
Una noche el mar, nadie sabe la razón; el mar se fue.
Se dio vuelta a mirar los barcos abandonados que en su agonía, luego de tanto tiempo, se habían convertido en esqueletos como si fueran grandes dinosaurios sedientos; caídos cruelmente sobre un costado con sus mástiles apuntando el horizonte por donde algún día volverá.
De las velas ni los fantasmas harapientos quedaron; de las sogas ni el sueño de los nudos dobles, de los timones ni el rumbo soñado. Las anclas apoyadas en la arena se oxidaban con el agua dulce de las lluvias que misteriosas se escurrían al caer.
Los marineros no venían ya por la vieja orilla deshecha. Al principio ellos se alegraron, festejaron el descanso con alcohol y prostitutas. Pasaban días y noches en las calles cantando, riendo groseramente, gastando todo su dinero en placeres. Ellos no volvieron, el mar tampoco y el dinero se ahogó en vasos sucios de humo.
También las prostitutas se marcharon lentamente de los bares, y de las noches. Un día comenzaron a cambiar sus ropas ligeras y coloridas, que mostraban curvas y deseos, por oscuras vestimentas que les agregaban tantos años como el olvido sobre sus hombros. En una larga procesión, siguiendo a un sacerdote santurrón con la promesa de la salvación, se alejaron en medio de un murmullo de rezos o lamentos hasta desaparecer en la lejanía hacia el interior de la tierra.
En los bares empezaron las peleas sin motivos. Los golpes eran dados al azar con la esperanza que alguien los contestara con furia. Algo había que sentir, aunque sólo fuera el dolor en la piel o el sabor de la sangre en la boca. Los cantineros ya no las interrumpían por puro aburrimiento, acodados detrás del mostrador junto a botellas sin alma, miraban al vacío.
En medio de una de esas tantas, el pianista dejó de tocar. Quizás buscó un silencio entre gritos e insultos, pero nadie lo notó. Se levantó resignado, le puso llave al piano y la metió en el bolsillo interior de su chaleco. Fue hasta un galpón trasero a revolver entre el pasado, sacó una vieja bicicleta roja y se fue en busca del mar. Algunos lo vieron perderse en la seca orilla marcada por caracoles que brillaban, pedaleando hacía lo que fuera la profundidad, el abismo. Dicen que logró encontrarlo y se ahogó, que era su último deseo.
El piano quedó sellado y olvidado, y el pueblo sin música. En la calle el viento corría hasta perderse donde alguna vez estuvo la verde humedad con la que jugaba haciendo olas, ahora removiendo algas secas y espinas de peces, perdidas en la huída… como rosas rotas guardadas en un libro, ajadas por el tiempo.
Los marineros gordos, como lo eran las ballenas en sus memorias, pasan el tiempo tirados en los umbrales o en los viejos bancos donde no da el sol. Ya casi no pelean, no tienen la fuerza ni la voluntad de abrir los ojos para ver al otro, ni de cerrarlos y verse a si mismos. Los hombres han quedado solos… El silencio comenzó a taparlos.
Tapó la tristeza de los grillos, el lamento de las ranas, el latido de las estrellas, el retumbar de los corazones rotos en la partida, la memoria de las olas, el universo de los días todos. Ahogó lo que el mar no pudo. Todo, menos los pasos del capitán que sigue yendo hasta el final del muelle. Él, es el eterno faro que lo espera cada amanecer sin gaviotas.
El mar no vuelve y el sol se oculta sin derretirse ni evaporarse.

…mis ojos secos se han olvidado cómo llorar.